Masculinidades emergentes y discursos del deseo queer en Los inocentes de Oswaldo Reynoso[1]*

Por
Rocío Ferreira / DePaul University
Paolo de Lima / UNMSM – Universidad de Lima

Los inocentes (1961) de Oswaldo Reynoso es un libro fundador de la narrativa peruana por su configuración, en el marco de una sociedad limeña criolla y pauperizada, de subjetividades nuevas pero sumamente inestables. La obra está conformada por un conjunto de cinco relatos que mantienen la unidad temática y discursiva de una novela. En los textos se narran las vicisitudes de cinco personajes muy jóvenes, en plena adolescencia, pertenecientes a una pandilla urbana situada en un barrio marginal del centro de la capital, que tienen que bregar a diario en una realidad que los violenta y reprime.

En nuestro ensayo nos propusimos analizar en los cinco relatos epónimos, titulados “Cara de Ángel”, “El Príncipe”, “Carambola”, “Colorete” y “El Rosquita”, el tema de la masculinidad emergente desde una mirada, sensibilidad y discurso del deseo queer. Observamos, particularmente, que en los intersticios de la construcción de las subjetividades de los jóvenes están presentes diversas formas de identidad queer, que van más allá de la representación unidimensional de la masculinidad que emerge, aparentemente sin cruzarse, con otras posibilidades.

En este contexto, indagar en esos intersticios permite mirar, a través de un lente, la multiplicidad de maneras en las que el discurso de Los inocentes construye o silencia la sexualidad, es decir, las expresiones socialmente construidas del deseo erótico. Desde una aproximación teórica queer leemos, entre y fuera de las líneas del discurso heteronormativo dominante de la formación y autoridad cultural, cómo se imbrican la identidad y el lenguaje en este libro.

Un primer detalle revelador es que los sobrenombres de los personajes, y, por ende, los nombres de los cuentos, proceden del lenguaje de la ciudad que Reynoso incorpora a través de decenas de voces del léxico coloquial-popular del castellano peruano como se registra en el vocabulario al final del libro (73-77). Estos sociolectos se presentan como una marca social que, en muchos casos, alude y señala imaginarios y prácticas sexuales no normativas. Son sociolectos particularmente estructurados por el narrador, dueño de una conciencia plenamente queer, en tanto se permite nombrar lo “perverso” asumiéndolo como identidad para, de ese modo, sobrepasarlo y resignificarlo. En otras palabras, la dinámica social, escenario en el cual interactúan los amigos de la collera, siempre transforma y sobrepasa a la sociedad que los disciplina; aquí, dichas identidades no son fijas, son representaciones performativas en las que los jóvenes actúan según sus circunstancias que no llegan a comprender del todo, y que Reynoso es capaz de captar y articular dentro del sentir queer de los sujetos en tensión.

No es gratuito, en ese sentido, que Reynoso abra el conjunto de “relatos de collera” con una cita del escritor controversial y activista político francés Jean Genet quien, al haber sido un delincuente y vagabundo, vivió largas temporadas en la cárcel. Sus novelas y poemas giran alrededor del tema del deseo queer, la homosexualidad situacional y la celebración del pene. En la década de los cincuenta sus libros fueron prohibidos en los Estados Unidos por representar de manera gráfica sus actividades criminales y homosexuales. La cita que Reynoso escoge de Genet (“Yo tenía dieciséis años… / en el corazón, pero no tenía / ni un solo lugar donde colocar / el sentimiento de mi inocencia”) es un testimonio en primera persona de un joven que no tiene cabida en su sociedad y, así, prefigura el tema de la pérdida de la inocencia que se tratará en los relatos. De este modo, el lector es introducido a Los inocentes con la idea de la dificultad de conservar la inocencia cuando se vive en un medio ambiente agresivo, donde se tiene que crecer rápido.

Además, la intertextualidad con Genet, autor contemporáneo a la escritura de Los inocentes, cuya cita es retomada implícitamente al final del último cuento, estructura el marco cultural e ideológico que soporta esta obra “tan importante para la literatura como para el estudio de los problemas sociales de la capital”, como vaticinó el propio José María Arguedas en su célebre artículo de El Dominical de El Comercio publicado a pocas semanas de aparecido el libro. Siguiendo el pensamiento de Arguedas, enfocamos el tema de la identidad queer como un problema social, en tanto condición que afecta negativamente a un sector de la ciudadanía que, sin embargo, anhela una resolución satisfactoria por lo que busca de hacer notoria una agenda. Si, como señala Romero Bachiller, “la radicalidad de lo queer resulta precisamente de la imposibilidad de establecer lazos claros y unívocos, y de su énfasis en la inestabilidad de adscripciones identitarias” (151), podemos pensar que fue eso lo que realizó Reynoso con Los inocentes: poner sobre el tapete la agenda queer enlazándola con otras situaciones sociales y culturales.

Desde el primer momento, nos damos cuenta de que la identidad no heteronormativa, ergo, no dominante, no deja de estar relacionada con muchos otros aspectos culturales de la época, como por ejemplo el rock, percibido como una cultura nueva, agresivamente urbana, y que expresa los efectos de la norteamericanización del planeta. Recordemos que en la década del cincuenta, que son los años en los que transcurren las historias del libro, y paralelamente al surgimiento de la generación beat en San Francisco, películas como The Wild One (Salvaje, 1953), protagonizada por Marlon Brando y, sobre todo, Rebel Without a Cause (Rebelde sin causa, 1955), protagonizada por James Dean, ubican el universo juvenil en un primer plano. Ambos filmes, al igual que Los inocentes de Reynoso, difunden una serie de señales propias de lo que posteriormente sería denominada como la contracultura. Es decir, actitudes, comportamientos e indumentaria, valores, tendencias y formas sociales disconformes son visibilizados por Hollywood en el contexto de la guerra fría.

En la primera película, Brando encarna al líder de una banda de motociclistas disconformes con la sociedad que realizan altercados vandálicos en un pueblo de California. La cinta está basada en una novela corta de Frank Rooney, The Cyclists’ Raid (1951), la cual ficcionaliza un hecho real ocurrido en 1947. En la segunda película, Dean hace el papel de Jim Stark, un adolescente confuso y desorientado, recién llegado a Los Ángeles, que se ve frecuentemente envuelto en peleas y conflictos y quien tiene como único amigo a Plato, otro joven que no se ubica en su sociedad y que está enamorado de él. El título de la película parte también de un libro, en este caso la obra homónima (1944) del psiquiatra Robert M. Lindner, que analiza la personalidad psicopática, aunque no tiene ninguna relación con la trama.

Reynoso, sin duda, hace que esta atmósfera cultural del cine forme parte del universo intertextual de Los inocentes. El Rosquita, por ejemplo, para afianzar su masculinidad intenta “caminar a lo James Dean, es decir como cansado de todo, y con las manos en los bolsillos y, de vez en cuando, toser ronco, profundo” (70). Escoger a este ícono del cine hollywoodense como modelo no es gratuito. Probablemente, Reynoso esté haciendo un guiño entre las experiencias personales homoeróticas de Dean y la sexualidad ambigua de los jóvenes de la collera. Dentro de ese ambiente, la emergencia de las masculinidades y del deseo queer en Los inocentes pasa por varias capas o procesos culturales. Precisamente, la vestimenta es una de ellas. Manos Voladoras, dueño de la peluquería del barrio, percibe a un “rocanrolero” por su tipo de ropa: “Usar bluyins y camisa roja” (31). En efecto, vestirse casualmente con jeans, camisetas y chaquetas apretados fue la moda que James Dean y Marlon Brando popularizaron como signo de rebeldía y a la vez de sensualidad. De hecho, en el afiche en que se promocionó Rebelde sin causa, Dean sale vestido con jeans, camiseta blanca y chaqueta roja. Ropa totalmente informal y simple que rompió con la elegancia y glamour a la que Hollywood estaba acostumbrado a ver. Se puso de moda el color rojo como símbolo del deseo queer. En, Reynoso juega con todo el simbolismo que tiene el rojo y con la atracción de los jóvenes por este tipo de indumentaria.

Esta cultura urbana es mostrada en Los inocentes desde los Aparatos Ideológicos del Estado peruano como un componente delincuencial y de preocupación social, en la línea de los filmes antes mencionados. Reynoso acierta al contrastar ambos términos (introducción capitalista y reacción del Estado) en las experiencias propias de sus personajes marginales. Así, ante el robo de un auto perpetrado por Roberto Montenegro del Carpio, el Príncipe, de diecisiete años, el diario La Tercera titula: “Rocanrolero asalta y roba”, e informa en su nota periodística: “Llamamos la atención de nuestros educadores para que, de una vez por todas, enfrenten con valentía este agudo problema de roncarolerismo” (34). Pero el problema real es mucho más amplio. Reynoso lo sintetiza al final del libro en el último relato dedicado a “El Rosquita”, narrado en tercera persona:

Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón; Colorete, de ‘maldito’ y casi, casi perdido; Cara de Ángel, de jugador, capaz de empeñar su camisa e irse desnudo, de noche, a su casa, por una mesa de billar; Carambola que está llevando mala vida con una mujer mayor que él; Natkinkón, bohemio y jaranero; y del Chino y del Corsario, mejor no hablar de ellos. Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia. (71-72)

Lo que leemos en el libro, entonces, son las experiencias de corazones jóvenes y suburbanos que luchan por su inocencia y ser en un medio que les juega en contra. En este marco, los cinco relatos que componen la novela exploran la permeabilidad de las identidades sexuales y de género de los jóvenes de la collera cuyas masculinidades emergentes se construyen a través del discurso mismo que les da voz como por los apodos que le asigna a cada uno de ellos. Pues es el autor quien propone, desde los nombres mismos de sus cuentos (que son los sobrenombres – apodos de collera– de los protagonistas), un imaginario de identidad de género plasmado desde la voz y mirada de un narrador en tercera persona que cuenta las historias y, en paralelo, la perspectiva de los protagonistas de quienes escuchamos sus pensamientos como si estuviéramos viendo una puesta en escena. Esta identidad es consustancial a los personajes, los cuales son marcados desde la enunciación del Otro social por una comunidad machista y sexista que los fija y sitúa. Es en ese ámbito, por lo demás clasista y racializado, que Reynoso presenta al lector anécdotas y situaciones con el propósito de visibilizar la forma en que los discursos sociales de poder utilizan el campo de la sexualidad para oprimir la libertad y diversidad del sujeto. Sin embargo, el deseo queer de los jóvenes se plasma a lo largo de los relatos a través de sus actos y pensamientos.

Así por ejemplo, los escaparates del comercial Jirón de la Unión, que une la Plaza de Armas con la Plaza San Martín, ambas emblemáticas del Centro Histórico de Lima, que por entonces todavía conservaba su radio de influencia en todo el Perú, es el espacio desde el cual Cara de Ángel busca acceder a este imaginario social de la norteamericanización y espacio de seducción a través del deseo de una ropa de marca. Precisamente, el tema de las marcas es otro fenómeno a destacar pues guarda relación con esta nueva cultura juvenil. En la vida social y en la literatura esta manifestación social se consolidó con el apogeo del vendaval neoliberal. La canadiense Naomi Klein en su libro No logo: el poder de las marcas (2000) analiza la influencia de las marcas en la sociedad globalizada y su relación con feroces prácticas y tácticas empresariales dentro del mercado de trabajo y consumo. A través de personajes que solo buscan seguir su instinto y acceder a lo material, obras como las de Bret Easton Ellis (Los Ángeles, 1964), el exponente más destacado de la Generación X, con novelas como Menos que cero (1985) o American Psycho (1991), contrastan la clase alta norteamericana con la vida suburbana de drogas, alcohol y sexo duro. Pero ya en Los inocentes el rock y la vestimenta de moda están siendo incorporados al imaginario nacional como un elemento de modernización e ideologización capitalista. Por ejemplo, en el relato “El Príncipe” lo primero que hace el protagonista de la historia después de robar dinero es ir al centro al almacén de moda “Marqueti” a comprarse “un pantalón negro, americano, tres casacas bien rocanroleras, dos tabas, como la gran puta, de becerro importado. Compr[ó] también cuatro cajetillas de Salem. Y en Oesle, después de enamorar a las vendedoras, le compr[ó] para la Alicia un vestido de lana” (43). En “Colorete”, este asiste formalmente vestido (“bien firme”) al cumpleaños de su adorada Juanita: “Mi peluca está recortada. No hay caso, Manos Voladoras: un artista. Mis zapatos, de gamuza. Estreno pilcha azul y corbata de seda italiana bien bacán” (63). Esta modernidad, sin embargo, es simultáneamente enfocada por Reynoso desde subjetividades volubles, inseguras y suburbanas:

Esa camisa roja que está en la vitrina es bonita, pero cara. Es marca B.V.D. Todas las vitrinas deberían tener espejos. A la gente le gusta mirarse en las vitrinas. A mí, también. El color rojo de la camisa haría resaltar la palidez de mi rostro. Estoy ojeroso: mejor. Tengo el cabello crecido: mucho mejor. Cara de Ángel: sí. Nunca: María Bonita. Ni mucho menos: María Félix. (13)

En este primer relato del libro, que sucede en un día cualquiera de febrero, el mes de mayor calor en el verano limeño, Reynoso acerca al lector a la interioridad de Cara de Ángel en relación a su propia identidad queer. Sus amigos lo llaman María Bonita (aludiendo a la canción que Agustín Lara le compuso a la actriz mexicana María Félix conocida por su belleza y altivez) y él tiene que probarle al grupo su hombría heteronormativa. Cara de Ángel está todo el tiempo luchando por mostrarse como un sujeto masculino viril, dada la ambigüedad de su aspecto físico andrógino que lo hace deseable tanto por hombres jóvenes como viejos y el sentimiento culpable que siente: “Hay que ser valiente, pendejo. Hay que saber fumar, chupar, jugar, robar, faltar al colegio, sacar plata a maricones y acostarse con putas” (16). En el primer encuentro que tiene Cara de Ángel con un desconocido frente a una vitrina, piensa:

Ahorititita, le saco la mierda a ese viejo que simula ver la vitrina cuando en realidad me come con los ojos. Está mira que te mira que te mira. Pensará: camisa roja y pichón en cama. Simulo no verlo. Su mirada quema. Seguramente, estoy sonrojado. Eso le gusta: inocencia y pecado. Está nervioso. No se atreve a dirigirme la palabra. Clavo mis ojos en los suyos, como jugando, para avergonzarlo. Desvía la mirada. Miro la camisa. Él me mira. Lo miro. Y, él, mira la camisa. (14)

A través de las seductoras miradas de los sujetos deseantes que se despliegan frente a la vitrina y que se conectan por medio del objeto deseado inalcanzable se van construyendo las identidades queers de Los inocentes. En este sentido, vemos que las relaciones de Cara de Ángel con el mundo se dan a través del objeto deseante queer tal como se construye en el triángulo edípico donde miedo y objeto están asociados. Estar en la calle significa entrar al plano de la construcción de sujetos en tensión, identidades estratégicas que constantemente se desestabilizan con los encuentros fortuitos con desconocidos o amigos con quienes se sociabiliza. Por ejemplo, el encuentro que tiene Cara de Ángel con Colorete (“su viejo, es cabrón. Por eso Colorete no sólo roba, sino hasta se vive, públicamente, con un maricón, que dicen que es doctor”, 18) y toda la collera, es una prueba homoerótica que debe pasar para asentar su virilidad frente a los amigos. Cara de Ángel pierde la pelea con Colorete y como castigo debe “corrérsela” (masturbarse) en frente de todos: “Voltea el rostro y lo mira. Los ojos de Colorete ya no tienen furia, tienen un brillo extraño que asustan. Es el mismo brillo y la misma ansiedad que vio en los ojos de Gilda la noche que casi le toca las piernas. Cara de Ángel siente miedo desconocido y oscuro” (22-23). El cuento termina con Cara de Ángel llegando al clímax frente a sus amigos que lo miran y gozan del acto: “De pronto, gritan y aplauden; se empujan, unos a otros; miran el cuerpo de Cara de Ángel y se van a la carrera” (25).

El segundo relato, titulado “El Príncipe”, se divide en dos partes que transcurren los días 5 y 6 de agosto, durante las “vacaciones de medio año”. Ambas narran la historia del delito que ha cometido el protagonista. Con una técnica cinematográfica de retrospección, la acción del cuento empieza con el segundo día y la puesta en escena toma lugar en el espacio simbólico de la representación: la peluquería de Manos Voladoras, donde se devela la historia del Príncipe. El apodo que se le da al estilista del barrio, quien “rápido y femenino”, con “púdica delicadeza de niña”, y en una “cargada atmósfera de miel de colonia” espera a su próximo cliente “Don Lucho, el dueño del billar ‘La Estrella’” (29), denota su destreza con las manos y su identidad queer. Con ambos personajes opuestos, Reynoso articula dos subjetividades y miradas muy distintas del mundo. Manos Voladoras cumple el rol de madre protectora del Príncipe y se encarga de hacer una crítica social del comportamiento inaceptable de Don Jorge, el padre del joven, quien no asume la responsabilidad de cuidar a su hijo; mientras Don Lucho, “el señor omnipotente de ‘La Estrella’” (31), representa al orden de la realidad hegemónica en tanto sujeto masculino represivo, quien critica fuertemente las actividades de los jóvenes.

La primera parte del cuento se va configurando a través de Manos Voladoras, quien desde una identidad y deseo queer apoda a Roberto Montenegro del Carpio como “El Príncipe” ya que, además de admirarlo, para él personifica todos los atributos de un artista moderno a los que “se les conoce por lo que dicen las novelas, por lo que se ve en el cine y por un poquito de imaginación” y por ser “un auténtico hijo de Lima”, la “Ciudad de los Reyes” (40-41). Manos Voladoras expresa todavía aún más: “Tu forma tan orgullosa de mirar, tu manera tan afectuosa de dar la mano y, sobre todo, el color mate pálido de tu tez y tus ojos grandes y tan altivos, tan negros y tan redondos denuncian, aunque no lo quieras, tu realeza, tu sangre azul” (41). Aún en esta época, Lima seguiría siendo nominalmente la Ciudad de los Reyes. Su apelativo de “la horrible” llegaría muy pocos años después, en 1964, en el título del libro de Sebastián Salazar Bondy. Así, mientras que para el peluquero “Robertito” es un Príncipe, “sin auto y sin plata” (47), para otros se percibe como un anti-Príncipe. La identidad del protagonista se encuentra marcada por el apelativo dado por un sujeto que todos identifican por su homosexualidad. En este espacio de homosociabilidad, que acoge a Corsario, uno de los jóvenes de la collera, Manos Voladoras, con “ternura de mermelada de durazno”, le hace público a Don Lucho y a los demás presentes la noticia del diario La Tercera que narra el robo de “su pobre Príncipe” de un auto Ford, y quien está detenido en el Departamento de Delitos contra el Patrimonio. Manos Voladoras se siente orgulloso de los actos del protagonista y sentencia: “Siempre dije que el Príncipe era el más roc de los muchachos del barrio. […] Ser roc no sólo es usar bluyins y camisa roja: eso es cáscara. Ser roc significa, significa… bueno, por ejemplo, hacer lo que ha hecho el Príncipe” (30-31). Mientras tanto, Corsario arrebata el periódico al peluquero y parte corriendo hacia el bar del Japonés a contárselo a sus amigos Colorete, Natkinkón, el Rosquita, Cara de Ángel y Carambola, quienes también toman como una hazaña el hecho: “Esto hay que celebrarlo” (34). Pero Colorete, como sujeto deseante, siente envidia, por lo que no está de acuerdo con la idea: “Es un cojudo al dejarse chapar tan suave” (37), sentencia, y pide ir al billar al encuentro de Choro Plantado, quien entre otros oficios se ocupa de desmantelar automóviles, y quien opina que “por la forma cómo ha trabajado se ve que es inteligente, que tiene sangre fría; pero, ¿por qué mierda se ha dejado chapar tan suave?” (38). Esta primera parte del cuento termina con la collera junta celebrando sus experiencias y recordando hazañas pasadas de sujetos que se encuentran fuera de lugar y que han merecido la atención de los medios de comunicación como es el caso de Corsario (quien “toditititas las noches [s]e acostaba con una meca diferente”) y de Natkinkón (“zambo” y “negro bruto”, “negro hediondo, moviéndose como una puta”). Las confidencias de sus experiencias queers y amorales los unificará en un deseo confuso.

La segunda parte del cuento narra la experiencia del robo y del interrogatorio en la cárcel desde la memoria del propio Príncipe. En esta narración, el Príncipe se proyecta como un sujeto masculino heterosexual que está enamorado pero no es correspondido. El Príncipe asalta su dinero a un señor de apellido Arce al salir de una casa de prostitución y luego, en la avenida Tacna, roba el auto que tenía “la llave en el motor y las ventanas abiertas” (43). El joven está enamorado de Alicia, pero ésta se ve con Carambola (“Carambola está pegado a la mano de Alicia” en la fiesta de Juanita en el cuento “Colorete”, y “El Príncipe los mira de reojo y se va a la cantina”) y, por lo demás, no le acepta salir pues se da cuenta de que ha cometido ambos robos. Despechado, el joven opta por buscar en la avenida México a una prostituta, Dora, quien está enamorada de él pero ya no lo quiere al verlo “con plata, regalos, carro”. “Me gustabas como chicoquito pobre, abandonado” (46), le espeta. Le pide que se vaya pero el Príncipe la sujeta con fuerza, ella grita, y de inmediato llega la seguridad del local y también la policía, que lo descubre como el autor del robo del Ford. En un momento, rindiendo su testimonio en la comisaría, el Príncipe es descrito “como una muchachita ingenua que se come la risa” (40), símbolo de la vulnerabilidad de los jóvenes marginales. Con esta segunda parte, Reynoso muestra entre las líneas la incapacidad y falta de educación que tienen los miembros de la policía a través del personaje López, que “es bruto y flojo como mandado a hacer”, y de quien el protagonista, “tan mocoso y tan sabido”, se burla (40). Sin embargo, como bien sabe el Príncipe, es López quien tiene el poder y abusa de su autoridad pegándole al menor de edad, pues desde su mirada él es “cojudo” porque se niega a hablar. Por último, el Príncipe, después de haber sido rechazado como hombre por Alicia y Dora, detenido en la cárcel y golpeado por el policía, tiene que encarar la triste realidad de ser un sujeto marginal desprotegido en una sociedad que no lo acoge.

En el tercer cuento de Los inocentes, titulado “Carambola”, Reynoso efectúa un cambio de situación y toma otra dirección. Este relato, que tiene como espacio de escenificación el billar “La Estrella” y la cantina del japonés, se inserta en la tradición literaria decimonónica de la educación sentimental creada por Gustave Flaubert. En este relato dos amigos de muy distintas edades, un adulto, Don Mario, conocido como Cholo Plantado, y un “mocoso”, Carambola, son capaces de pasar las barreras heteronormativas de las relaciones tradicionales sociales y lograr abrir sus corazones para sincerarse: “Cómo poder hablar sin miedo, de frente, con el corazón desnudo, sin avergonzarse. Caminan en silencio. Carambola: tímido y con la ansiedad adolescente del joven que quiere ser hombre, urgentemente, y el Choro Plantado: ebrio, pero triste” (53). Choro Plantado, a quien Carambola admira por su destreza y limpieza en el juego del billar, pues es “un trome en el taco” (51), ocupará el lugar de ser su consejero sentimental y será el encargado, en una noche, de formar y guiar el desarrollo afectivo-sexual del joven inexperto en el amor. En el diálogo dramático que narra el encuentro entre Carambola, el joven que ha sido así apodado por el maestro, “tímido y con la ansiedad adolescente del joven que quiere ser hombre” (53), y don Mario, Choro Plantado, eximio jugador de billar que vive en la misma Quinta, nos enteramos del secreto que éste tiene guardado en el corazón y que comparte con su pupilo. Choro Plantado le confiesa: “Yo estuve en la sombra, Carambola, pero no por ladrón, sino porque me desgracié. Lo más triste que le puede pasar a un hombre es que lo hagan cojudo. Por eso la maté, Carambola” (55). Choro Plantado asesinó a su esposa por infidelidad y por tal motivo pasó cinco años en la cárcel.

Esta confesión que hace Choro Plantado permite que Carambola le pida un consejo sobre su relación amorosa con Alicia, a quien cree virgen, por lo que teme que al entablar relaciones sexuales se desangre. “¿Es cierto que se desangran y pueden quedar muertas?”, pregunta con angustia Carambola. “No siempre, pero se han visto casos” (57), responde Choro Plantado, por lo que le pide que tome precauciones y toma el tiempo para aconsejarlo de hombre a hombre. Estos dos personajes se escuchan y conmueven frente a las declaraciones personales de cada uno. Choro Plantado “silencioso y triste” experimenta una combinación de angustia existencial y el amor que siente en su extrema dedicación al billar que es donde encuentra la filosofía de la vida en la que afirma que “como en el juego todo, es cuestión de suerte” (57). Su extrema dedicación al billar expresa su soledad interior y es síntoma de su marginalidad social.

El cuento termina irónicamente con una imagen desgarradora tanto del eximio jugador y consejero sentimental, como de la masculinidad emergente de Carambola, que vaticina el fracaso del pupilo:

El Choro Plantado [sujeto-observador-testigo], con las manos en los bolsillos y las solapas del saco levantadas, solo, parado en la puerta de la cantina, vio la casaca roja de Carambola perderse en la neblina. Y mientras caminaba dijo, despacio, hablando consigo mismo: ‘Casi todas las chelfas son iguales. ¡Pobre Carambola! Si supiera que su tal Alicia es más puta que una gallina. Todas las gilas son igualitititas. ¡Pobre Carambola! (58)

El sujeto de la enunciación usa la ironía al describir a Carambola vestido a la americana como James Dean con “casaca roja” (que de nada le servirá en el oficio del amor) para postular una gran diferencia entre los mundos simbólicos del significado y significante.

El escenario del cuarto cuento, “Colorete”, se sitúa en la cantina del japonés, un viernes por la noche, con el protagonista escuchando en la radiola la guaracha “Marina”. La narración intercala e intertextualiza la canción con los pensamientos en primera persona del protagonista, quien piensa en Juanita, la chica del barrio de la que está enamorado y que ese día celebra su cumpleaños. Paradójicamente, es justamente Juanita, “color canela” y “ojos negros” (64), quien le pone el sobrenombre al regalarle “un colorete y un papel escrito: ‘Te amo’” (64). Y en este marco, Colorete se auto-percibe como alguien atractivo: “No soy feo, que digamos. Al contrario. Quién no quisiera tener mi pinta. Las gilas se me echan” (63). Sin embargo, es tímido con las mujeres en las reuniones sociales. Aquí nos encontramos con un Colorete que dista de aquél que vimos en el primer cuento en el que resaltaba su fuerza viril y deseo queer por Cara de Ángel, pues estamos frente a un joven temeroso que no sabe cómo actuar con las mujeres. Reconoce su debilidad y desea ser “como Carambola. O como Natkinkón” (62). Incluso llega a afirmar que “las muchachas arregladas y bonitas que van a los tonos me dan miedo. Meten miedo. Imposibles hablarles: tembladera y tartamudo Y si miran como diciéndome: ¿Por qué no me sacas a bailar? Tiemblo y me escondo. Mi campo es la calle. La Collera… Ahí soy atrevido. En la calle soy el capazote Colorete” (62). La masculinidad emergente y ambigua de Colorete lo articula como un sujeto en tensión que se sabe vulnerable en estas situaciones. Su iniciación como sujeto sexual ha sido por dinero y a través de relaciones sexuales queers con un señor mayor: “El doctor ese es buena gente. Me dio mosca. Le dije: Para mañana necesito azules. No es para mí, aclaré: es cumpleaños de mi gila” (63). En la fiesta de la Quinta, a la que va acompañado de toda la collera, Juanita decide no bailar con Colorete y lo deja por “Javier Montero, estudiante de Derecho” (66). Reynoso marca aquí las diferencias entre los sujetos masculinos que tienen posibilidades económicas y de educación superior y los que no, apuntando al rechazo endémico de la sociedad por estas identidades queers. En este sentido, Colorete se construye como el personaje más complejo de la collera ya que va constituyéndose como un sujeto descentrado que, sintomáticamente, es el líder (“capazote”) del grupo y que realmente no tiene lugar al estar dislocado de su ámbito callejero.

En el quinto y último cuento “El Rosquita” Reynoso da un giro más a los relato de la collera. A diferencia de los otros cuentos, en este no escuchamos la voz del personaje ni nos enteramos de sus objetos de deseo. Hay una evolución en la narración en segunda persona que cuenta la historia del Rosquita de manera reflexiva y retrospectiva y lo describe como alguien a quien le molesta su joven edad. Además, más que describir sus acciones o “palomilladas” se ocupa de contar los sentimientos y manera de ser del Rosquita, el más joven del grupo con dieciséis años, que viste a lo James Dean con la deseada “casaca roja y pantalón negro” (69) y es “cliente empedernido de comisarías” (70). Rosquita, nos dice el narrador, quisiera ser ya un adulto, y, de ese modo vendría a encarnar la esperanza en un entorno de decadencia y horizontes demasiado estrechos. Esta voz simboliza a un personaje que es consciente de las trampas y riesgos que la calle les pone a los jóvenes inocentes que están creciendo demasiado rápido y que sin notarlo echan sus conductas a perder. Es alguien que por ejemplo escucha y observa al muchacho “desde la triste soledad de la platea” de un cine del barrio (71). Incluso, esta voz narradora recuerda “que un cura gordo y serio se comía la risa, hipócrita” al escucharlo contar chistes y decir piropos “en un tranvía de Chorrillos” (71). El narrador es un vecino que conoce el billar “La Estrella”, la cantina del japonés y la Quinta. Uno podría afirmar, incluso, que este narrador es el propio autor del libro, incluyéndose como personaje del universo representado al retomar en la línea final del texto la cita de Genet que antecede a la lectura de la novela. El narrador del cuento final conoce no solo la obra de Genet sino que reinterpreta la cita misma que abre el libro. La identificación entre narrador y autor queda abolida, en el plano de la ficción literaria, en ese juego intertextual que se ofrece como un guiño al lector. Al señalar “sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia” (72) el autor está planteando una puerta a la esperanza y a la reivindicación social de estos jóvenes que en el fondo de sus corazones son sujetos inocentes.

En medio de la realidad tan ardua que les toca vivir a los personajes de Los inocentes, destaca entonces la manera en que Reynoso presenta las experiencias cotidianas y preocupaciones de estos jóvenes desde una mirada interna de comprensión y solidaridad, en su paso de la adolescencia a la adultez. Es, pues, dentro de códigos sociales heteronormativos de la masculinidad que estos adolescentes se ven confrontados con las articulaciones del deseo queer de los sujetos mismos en búsqueda de afirmar su propia identidad, la cual está íntimamente conectada con el plano de la sexualidad.

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BIBLIOGRAFÍA

– Arguedas, José María. “Un narrador para un mundo nuevo”. Suplemento El Dominical de El Comercio. Lima: 01 octubre 1961.
– Klein, Naomi. No logo: el poder de las marcas. Madrid: Paidós, 2002.
– López Penedo, Susana. El laberinto queer. La identidad en tiempos de neoliberalismo. Madrid: Egales, 2008.
– Reynoso, Oswaldo. Los inocentes. Lima: Ediciones de La Rama Florida, 1961.
– Romero Bachiller, Carmen.“Poscolonialismo y teoría queer”. Teoría Queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas. Eds. David Córdova, Javier Sáez y Paco Vidarte. Madrid: Egales, 2005. 149-64.

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[1] Publicado en Oswaldo Reynoso: los universos narrativos, Gladys Flores Heredia, Javier Morales Mena y Paolo de Lima Eds., Lima: Academia Peruana de la Lengua, Facultad de Letras UNMSM y Editorial San Marcos, 2013, 125-142. Se republicó en la revista de artes y letras Martín 29 (Lima: agosto 2016): 45-51.

*Tomado de http://letras.mysite.com/pdli210217.html

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