Por Edgar Soliz Guzmán
Si quieres saber de mí
pregúntale a los zánganos maperos
fletes tracas y ollas
Si quieres saber del amor
pregúntale a Manuel
Fidel Eduardo Chaparro Torres
Todas las formas del homoerotismo en la literatura reterritorializan espacios donde fluyen pulsiones no heterosexuales que sucumben en el deseo. Estas prácticas sexuales no hegemónicas conflictúan una maquinaria deseante que acontece en tanto lenguaje que se desborda, como signo lingüístico, para re semantizar ciudades, corporalidades y poéticas. Si el erotismo es un desequilibrio en el cual el ser se cuestiona a sí mismo, conscientemente. En cierto sentido, el ser se pierde objetivamente, pero entonces el sujeto se identifica con el objeto que se pierde (Bataille, 1997). En el libro Todos los zánganos son reinas[1] (Vagón Azul Editores, 2018), de Fidel Eduardo Chaparro Torres, el homoerotismo desequilibra ese ser, pierde al yo, trastornando la voz poética para habitar el nombre, la corporalidad y el deseo del amante, Manuel. Manuel, por tanto, no solo es una metáfora para re escribir esas formas del deseo. Manuel es el deseo mismo, el deseo total, es la irreverencia del acto que constituye el reflejo, el balbuceo, el nombre, el “diluvio prostático” y la muerte.
En el nombre de Manuel
“Tal vez soy Manuel / de los tiempos / de la banca / tal vez sea la imagen / que en mi resucita / y anida con patas la ausencia” (Chaparro: 2018, p. 45). El yo poético se nombra en Manuel. El reconocimiento de la discontinuidad, la ejercida en soledad para buscar la continuidad anhelada a propósito del erotismo, perece en el sujeto amado. Nombrarse, como habitar lo propio del amado, y buscar en esas seis letras lo particular del deseo. La voz poética construye su memoria, en el nombre de Manuel, como amante, en el ejercicio homoerótico de las formas para habitar la ciudad. “Los tiempos de la banca” constituyen ese ejercicio del callejear la ciudad que hace al habitus homosexual, el otrora flaneur de la modernidad, reterritorializar la urbe y el deseo que la habita.
En ese trance, el yo poético, que transita por parque Kennedy o plaza San Martín, se extravía en ese deambular erótico que encarna los apetitos del amado en un no tiempo del vagabundeo. “Él me hace caminar / por las calles de Lima / Él inocente ‘Cara de Ángel’ / disputándose en cada reflejo” (Chaparro: 2018, p. 45). La ciudad pensada y recreada desde el intertexto, la novela Los inocentes de Osvaldo Reynoso, que, como oficio literario, dialoga y construye el código homoerótico. Cara de Ángel que mira y es mirado, el mirar como una forma de materializar el deseo, el que sueña Cara de Ángel a través de su pobreza o el que ambiciona ese viejo homosexual como forma de alcanzar la plenitud. Por eso el yo poético, quizá Manuel, se disputa el reflejo de sí mismo, sabiéndose deseado y deseante como dos caras de una misma moneda que gira el tiempo mientras espera detenerse.
De ese mirar, como ejercicio erótico, el yo poético transforma y trastorna lo sensorial. “Dos meses enjaulado en mis pupilas / saboreando la entonación de tu voz Manuel / te olfateo por los poros / en un lloriqueo apacible / Oh querido / la lengua de esta ave balbucea / para tomar volumen / y ensanchar mis órganos / para que no me ahogues en tinas de agua / y estar muerto al final del sol” (Chaparro: 2018, p. 46). La imagen de Manuel responde a lo sensorial en la medida en que se hace cuerpo en y con el yo poético, una presencia que, a su vez, trasciende los límites de la corporalidad humana porque logra desbordarlo. Sin embargo, Manuel, siempre en transformación, va fragmentándose en el ambiente o adquiriendo una forma incorpórea, casi etérea, que puede ser olfateada por los poros y difícil de ser nombrada por el balbuceo de esta ave de sacrificio, el amante. Esta presencia inmaterial, cuya consecuencia en el yo poético – amante es la del devoto que delira ante el amado, instala su calidad omnipotente y omnipresente. Una exaltación que puede ser traducida como “endiosamiento”, un delirio que procede de la divinidad y lleva ese impulso hacia Dios (Rougemont: 2002, p. 61).
Y solo alcanzo a ver tus hombros de cerro[2]
“Te pierdes en cerros de cartón / en atardeceres recorres la banca empapada / estupefacto / cerro San Cosme / sesos alucinados / descuartizador” (Chaparro: 2018, p. 48). La inmensidad de Manuel equiparada con el cerro “San Cosme”[3]. Como los hombres que encuentran en los apus[4] el carácter divino porque forma parte del sincretismo cultural en el que se derrama la vitalidad libidinosa. El juego erótico se instala en imágenes de oposición; Manuel – amado, el cerro santo, empinado, sólido, dios masculino, protector, domina la región y a quien los habitantes le deben pleitesía absoluta; el yo poético – amante, devoto, lúbrico en tanto “diluvio prostático” – orgásmico, pequeño habitante de “La Parada ofuscada en charcos”, que reconoce en el cerro su carácter tutelar y, en esa medida, se apropia del mismo. “Y solo alcanzo a ver tus hombros de cerro / tan poblados / tan míos / tan altos” (Chaparro: 2018, p. 49). Complementariedad religiosa andina entendida en términos del origen de este eros que se construye más allá de toda materialidad existente. “Así es el amor platónico: ‘delirio divino’, transporte del alma, locura y suprema razón. Y el amante está junto al ser amando ‘como en el cielo’, pues el amor es la vía que sube por grados de éxtasis hacia el origen único de todo lo que existe, lejos de los cuerpos y de la materia, lejos de los que divide y distingue, más allá de la desgracia de ser uno mismo y de ser dos en el amor mismo”. (Rougemont: 2002, p. 61).
Si el amante vislumbra una deidad en el amado significa que en medio opera un sacrificio amoroso – erótico. Manuel es el “verdugo de las aves”, aves como el coloquial pájaro homosexual “buscando un sitio que al parecer no existe”[5] sino en el sacrifico amoroso. El yo poético entrega la materialidad de su cuerpo para alcanzar las bondades del amado en el plano simbólico del oficio religioso. “La sangre bordea tus suelas / callosas manos / exprimen mi corazón de ave sacrificada” (Chaparro: 2018, p. 49). “Lo que el acto de amor y el sacrificio revelan es la carne. El sacrificio sustituye la vida ordenada del animal por la convulsión ciega de los órganos. Lo mismo sucede con la convulsión erótica: libera unos órganos pletóricos cuyos juegos se realizan a ciegas, más allá de la voluntad reflexiva de los amantes”. (Bataille: 1997, p. 97). La salvedad erótica de la carne, materia violentada en el sacrificio, expone las intimidades del amante en un juego inclinado para el goce de Manuel, el amado. Quien observa como un Dios homosexual, con arrogancia y sin pasión, el pellejo del amante que se deshace ante la indiferencia de esas “arañas que tejen amaneceres en un cielo ojeroso”.
Lo digo nuevamente: Manuel no existe
“Manuel no existe / es un descuido de la memoria / un aguijón repetible / es la imagen del cuchillo / del gran cerro / donde gente atolondrada / trafica la edad y lo reparte por mercados” (Chaparro: 2018, p. 49). Manuel, afincado en la memoria, como verbo divino – origen de todo, preexiste al tiempo y espacio del yo poético. Es lo omnipotente que nombra su no existencia, como carácter performativo del lenguaje, para encontrarlo en el eros total. Como ese gesto del erotismo que celebra la vida en la propia muerte mientras el yo poético se ahoga con el nombre de Manuel, repetido infinitesimalmente para silenciar ese suplicio y este canto. El ciclo completo, la dimensión erótica de eros y thánatos. Dimensión inmaterial, borradura del ser, que trasciende el lenguaje como “una pluma agitada / en el gran fogón / en el gran fogón”, quizá el único lugar del deseo.
Referencias bibliográficas
– Bataille, George. (1997). El erotismo. Antoni Vicens (trad.). Barcelona, España: Tusquets Editores, S.A.
– Chaparro Torres, Fidel Eduardo. (2018). Todos los zánganos son reinas. Lima, Perú: Vagón Azul Editores.
– De
Rougemont, Denis. (2002). El amor y
occidente. Antoni Vicens (trad.). Barcelona, España: Editorial Kairós, S.A.
[1] Este libro fue presentado en el Festival de Poesía Sudaka Marica Marimacha y Trava, realizado en septiembre de 2018 en la ciudad de La Paz – Bolivia. El autor abrió la discusión en torno a la literatura, poesía, homosexual junto a poetas chilenos y bolivianos. La discusión se centró en la enunciación homosexual de la voz poética – política que hace al trabajo literario de quienes interpelan la hegemonía heterosexual.
[2] Ya la tradición de poesía homosexual endiosa al amado, como en el poema “Antonio” de Cesar Moro donde el deseo homoerótico desborda la materialidad de los cuerpos en el afán del “delirio divino”. Fidel, sin embargo, actualiza ese tópico y le otorga un carácter andino desde su Manuel escriturario.
[3] Cerro y deidad andina ubicada en el distrito La Victoria de Lima – Perú. El contexto geográfico de los poemas que celebran a Manuel en el deseo homoerótico tienen lugar en este distrito y, particularmente, en el mercado La Parada.
[4] Los apus o Apu Wamani (del quechua apu, ‘señor(a)’) son montañas tenidas por vivientes desde épocas preincaicas en varios pueblos de los Andes (Perú y Bolivia principalmente), a los cuales se les atribuye influencia directa sobre los ciclos vitales de la región que dominan. Tiene un significado asociado a una divinidad, en algunas regiones denominado «wamani», a un personaje importante, o a alguna de las montañas que de acuerdo con la tradición preincaica de la zona andina tutelaban a los habitantes de los valles que eran regados por aguas provenientes de sus cumbres.
[5] Reinaldo Arenas en la novela El color del verano recupera este coloquialismo y lo instala en la imagen del homosexual paria, reclamo político en Cuba de los setentas y ochentas.
Este artículo fue publicado en el número de febrero 2019 de la revista Crónicas de la Diversidad. La foto pertenece a Rosario Aquim.