Por Gio Infante
Mientras los heterosexuales viven contando embarazos y nacimientos, las maricas vivimos contando muertes. Sí, muertes: las de los amigos y amantes a los que el sida se sigue llevando, las de las locas asesinadas por el macho de turno, y más recientemente las de las mariconcitas jovencitas que se creen solas en el mundo y se matan (o, debería decir, a las que la sociedad hace creer que están solas y, por lo tanto, las empuja a matarse). A estas alturas no importan los detalles ni diferencias entre uno y otro caso. No importa siquiera si las conocimos en vida. Cuando una noticia de estas aparece, en mi cabeza se activa una suerte de tic tac mientras pienso “aún no, aún no”, mientras sumo mentalmente.
El MHOL, que lleva años contando muertas, sostenía que cada semana en el Perú se daba una muerte por odio homo/lesbo/transfóbico. Y ponía el énfasis en que estos crímenes quedaban impunes y silenciados, como muestra del desprecio por nuestras vidas no solo de parte de nuestros asesinos sino de la sociedad toda y en especial del Estado. Por ello, exigía una ley contra los crímenes de odio, ley que el Congreso rechazó en varias oportunidades y que finalmente, más o menos, se materializó con el Decreto Legislativo 1323 de Kuczynski que el fujimorismo intenta aún derogar.
El 1323 dice que si un delito es motivado en la intolerancia o discriminación por, entre otras razones, la orientación sexual o identidad de género de la víctima, se considera más grave y sanciona más duramente. Desconozco si se ha aplicado ya el agravante alguna vez, pero más allá de eso creo que el asunto de fondo tiene que ver con si esta es una ley efectivamente disuasiva o decorativa. Y me temo que se trata de lo segundo.
Una ley no va a evitar que nos maten. En el mejor de los casos, dirá que la sociedad y el Estado valoran nuestra vida, y para remarcar que nuestras vidas sí son vidas sancionarán más duramente a quienes nos ataquen, pero no solucionará el asunto de fondo. Para ello se necesita mucho más, y probablemente solo se logre en unas cuantas generaciones cuando estemos todos muertos.
Mientras tanto, las personas y comunidades LTGBI desaparecemos. Unas son asesinadas, otras son empujadas a suicidarse o a vivir ocultas, y otras nos vamos alejando cada vez más de aquella tan mentada comunidad que no sé si existe, si existió, pero que quizás podríamos y deberíamos construir.
Una no nace marica, sino que deviene en ello. Yo, por ejemplo, lo hice al reconocerme como el gordito afeminado del salón que, para estar seguro, debía esconderse en la biblioteca. Eso me llevó a conocer a Wilde y a Lorca, y el internet a sus historias. Luego vino Guibert. Y al poco tiempo mis escapadas con uniforme escolar al MHOL, que me llevó a escuchar a Lemebel. Y después mi primera incursión al Sagitario. Y a los circuitos de ligue anónimo. Y al Mirc y a las cabinas de internet y un largo etc.
Debo reconocer que el miedo a ser descubierto o atacado creaba cierta complicidad. Hoy, esos espacios de complicidad colectiva en grandes ciudades (o ciudades que pretenden serlo, como Lima) son arrasados por las lógicas virtuales. Y, aunque no puedo negar lo práctico que es ligar desde la comodidad de mi cama, la geografía del ambiente que nos permitía encontrarnos y reflejarnos en otros se va perdiendo, dificultando un sentido de comunidad y, me temo, también de lucha conjunta.
Ante ello, creo que es el momento de repensar en espacios de encuentro LTGBI más allá de la fugacidad del sexo. Recuperar nuestra historia, identificar claramente en el mapa cuáles fueron nuestros espacios y rehabitarlos, pensar en crear nuevos. Mientras escribo esto, estoy en Barcelona, donde el ayuntamiento acaba de editar un libro que recoge la geografía marica de la ciudad. ¿Y nosotras en Lima cuándo?
Artículo recibido el 1 de abril del 2019