La diferencia entre sus edades

Por Juan Carlos Cortázar

Yasunari Kawabata, en su hermosa obra La casa de las bellas durmientes, cuenta cómo el anciano que frecuenta esa singular casa de placer, al momento de contemplar desnuda y dormida a la joven con la que va a pasar la noche, sintió la gran diferencia entre sus edades. Este año que termina he tenido la suerte de leer cinco excelentes novelas sobre el amor homosexual centradas en ese sentimiento, es decir, en el erotismo entre hombres o mujeres de edades muy diferentes. Un tema que ha sido abordado antes y de manera arquetípica por obras como Muerte en Venecia, de Thomas Mann, El precio de la sal, de Patricia Highsmith, Un hombre solo, de Christopher Isherwood, o La virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo. En nuestro país, quien abordó esta experiencia, aunque no de manera tan directa como en los otros casos, fue Oswaldo Reynoso en sus novelas Los eunucos inmortales y En
octubre no hay milagros. Es, al parecer, una experiencia sobre la que recurrentemente se vuelve al momento de abordar el amor homosexual desde la literatura.

Hebe Uhart sostenía que la literatura tiene la capacidad de mirar a partir y dentro de las grietas que tensionan nuestras vidas. Las cinco novelas que menciona hacen justo eso: mirar en esa grieta nada inusual en el mundo homosexual que es el deseo y el amor cuando hay quince, veinte o treinta años de distancia entre los amantes. En Nuestros huesos, de Marcelino Freire (Adriana Hidalgo, 2014), un viejo hombre dedicado al teatro busca rescatar y devolver a sus padres en el interior del Brasil, el cuerpo del jovencísimo taxi boy con el que ha mantenido una relación y que, fatalmente, acaba de morir en una reyerta en una plaza de Sao Paulo. Desde una perspectiva similar, Lo que te pertenece, de Garth Greenwell (Penguin Random House, 2018), despliega la mirada y la reflexión de un profesor estadounidense asentado en Bulgaria, en la que se vincula a un joven prostituto que conoce en un baño público y que, muy enfermo al final, está destinado a una muerte cercana. La mirada desde el otro lado de la relación, desde el más joven, es la que guía tanto Paris-Austerlitz, de Rafael Chirbes (Anagrama, 2016) y Dark, de Edgardo Cozarinksy (Tusquets, 2016). En la primera, un joven pintor español de familia acomodada asiste a la degradación y muerte en un asilo del obrero industrial que, años atrás, cuando el joven estuvo a la deriva en París, lo acogió en su departamento y fue su amante. En la segunda, un adolescente que aún no ha terminado la secundaria en el Buenos Aires de los años cincuenta, es abordado por un hombre maduro, prototipo del dandy porteño, quien lo guía en el ambiente de la bohemia de la ciudad y por el que el chico siente una profunda admiración. En Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara (Penguin Random House, 2017), el hilo de la narración lo lleva también la mirada joven, en este caso, el de una joven india que ha sido mujer de Martín Fierro (sí, el del poema gauchesco, historia recreada por Cabezón Cámara desde la mirada de la joven mujer) y que escapa de la toldería donde ha quedado sola y atraviesa el desierto prendada de una inglesa de mediana edad que, con el marido levado por los militares al igual que Fierro, viaja en una carreta hacia el sur de la Argentina.

No soy crítico literario, de modo que no pretendo hacer un análisis literario de estas obras, sino simplemente señalar algunas dimensiones sobre la experiencia del amor homosexual que ellas, a partir de esa privilegiada mirada sobre la grieta, nos permiten atisbar.

Un primer señalamiento consiste en la posibilidad de reconciliar las importantes diferencias que existen entre los amantes, las cuales claramente exceden (o se esconden tras) la distancia de edad. Las desigualdades son así también sociales: jóvenes prostitutos que viven casi en la calle enamorados de hombres maduros que gozan de cierta estabilidad económica y social, como es el caso del director de teatro y el profesor de inglés de las novelas de Freire y Greenwell; o más notoriamente todavía en el caso de la pareja formada por el joven y aburguesado pintor con el tosco y maduro obrero industrial en la obra de Chirbes. Muy finas resultan las miradas que ahondan en las inmensas diferencias culturales que median entre los amantes: «más de una vez lo traje, de madrugada, a mi departamento, a él le llamaban la atención los libros que guardo, la pila con los amores de Lorca, los cantos de Carmina Burana», apunta el viejo director de teatro sobre su amante. Más sutil es la diferencia cultural en la historia de «complicidad masculina» que Cozarinksy narra entre el joven estudiante secundario y el dandy maduro que le muestra una ciudad y un estilo de vida para él desconocidas. La diferencia cultural se exacerba al límite en el caso del vínculo que Cabezón Cámara crea entre la joven india y la dama inglesa, que se ven en la necesidad de aprender hasta el idioma de la otra para poder comunicarse (aunque los cuerpos, eso queda claro, no necesitaron del lenguaje desde el principio).

Lo interesante está en la manera como la mirada literaria rescata la posibilidad del deseo e incluso del amor entre personas tan distintas y distantes, personas que según los mandatos y estructuras sociales ni siquiera debieran haberse conocido. Obligados por las restricciones sociales a la homosexualidad, los personajes se ven obligados a buscar más allá de su entorno social inmediato (en baños públicos y plazas, encuentros pactados en esquinas y bares), y terminan relacionándose así con amantes distantes en edad, clase e incluso raza. Tal diversidad, explosiva y de por sí violenta en las sociedades en que los personajes viven, termina en algún grado reconciliada gracias al deseo y a –como señalaré más adelante- el surgimiento de un afecto protector que busca rellenar las brechas que deberían separar a los amantes. Es muy llamativo el caso de la novela de Cabezón Cámara, donde las diferencias no solo se reconcilian, sino que terminan celebrándose en una suerte de paraíso terrenal de la diversidad (sexual, social, de género y de razas), un lugar donde el disfrute gozoso de las diferencias supera largamente el mezquino objetivo de la mera tolerancia.

Ahora bien, para reconciliar las diferencias mediante el deseo y el amor —y esta es una segunda dimensión a señalar— los personajes se mueven en una confusa dinámica de dominación y sometimiento, de ejercicio del poder y también de manipulación desde abajo. Es decir que estas relaciones, aun siendo amorosas, no están exentas de la lógica del poder. Las diferencias socioeconómicas entre los amantes conducen a que, desde un inicio, la manifestación más clara de puja de poder sea el dinero: «después de tanto discurso, el boy, sin mirarme a los ojos de lleno, me preguntó si no tenía algo de plata para prestarle (…), claro, querido, le respondí, estate tranquilo, voy a ver qué puedo hacer, no sea cosa que se diera cuenta, ni por un momento, que solo me importaba el sexo, el sexo como siempre que es bueno, como el que teníamos los dos, sin sentimientos», recuerda el viejo director de teatro de la novela de Freire. En la misma línea, que reconoce sin ambages la explícita intención de comprar el cuerpo del otro, el profesor americano de Greenwell recuerda: «No sabía por qué estaba tan sorprendido, sabía que Mitko no era de fiar, que haría o diría prácticamente cualquier cosa para conseguir dinero; y era algo que no podía recriminarle, porque era lo que en un principio me había dado acceso a él». Un poco más retorcida es la relación del joven pintor español con el obrero parisino de Chirbes, pues aunque el obrero es quien, en el pasado, había acogido y sostenido al más joven, en realidad era este quien tenía los recursos materiales y simbólicos para ser el que ejercía poder. Surge ahí, a partir de percibir las miradas de los obreros pares del mayor, la reflexión del joven: «Por fuerza tenían que preguntarse qué hacía un tipo como yo recorriendo los oscuros laberintos en que se extraviaba Michel los últimos meses. El chico bien vestido que acompaña al obrero borracho Michel. Que se folla al borracho Michel. Que seguramente le paga porque es un rico vicioso que se excita con los marginados». Aún en el caso de la libre e igualitaria relación entre la india huida y la inglesa inmigrante de Cabezón Cámara, la realidad del poder oculto tras la diferencia asoma: la inglesa es, a fin de cuentas, la dueña de la carreta y quien decide el trayecto a realizar.

Así, la aparente generosidad del que tiene recursos se enfrenta a la aparente docilidad o sumisión del que no los tiene, quien se ve obligado a utilizar subterfugios y manipulaciones para obtener lo que necesita. En la medida en que, como ocurre en las novelas que comento, la inicial transacción o encuentro sexual se convierte en una relación vigente (aun si es esporádica), la dinámica dominio/sumisión se convierte en un intercambio, en un vínculo de mutua utilización que a la larga resulta incómodo, enredado, que va contra corriente de los sentimientos de afecto que ambas partes sin duda tienen y en donde ya no resulta muy fácil determinar quién y cuándo está siendo generoso o manipulador: «Y (yo) además había sido generoso, le había ayudado sin recibir nada a cambio. Pero eso no era cierto, pensé de pronto, sí que había obtenido algo a cambio, Mitko se había asegurado de ello cuando me siguió a los lavabos para hacerme ver cuánto le deseaba. No me había permitido ser generoso, aquella había sido la intención de su acto. Yo había querido dar sin recibir, pero aquello debió resultar humillante para él, no tener nada con lo que comerciar, y ahora me pregunté si me había gustado aquella humillación, si no sería ese el placer que encontraba en mi generosidad, humillarlo dándole lo que necesitaba al tiempo que afirmaba no necesitar nada a cambio» (Greenwell).

Generosidad y manipulación, dominio y humillación, cuidado y agresión pasiva. Extremos que se van intercambiando de lado conforme cada parte pone sobre la mesa aquello que el otro necesita o desea, sea dinero, seguridad, un techo o el propio cuerpo. No es de extrañar que en medio del deseo y la necesidad los personajes se confundan al punto de no estar ya seguros de quien domina y quien se somete. En medio de esa dolorosa dinámica surge, sin embargo, un sentimiento que es el que permite que la relación perdure aún en medio del sufrimiento por utilizar o dejarse utilizar: la necesidad de proteger al otro. Proteger al más débil se vuelve así en un vínculo fuerte que impulsa la relación: la inglesa que acoge y enseña el mundo a la joven india, o el dandy que muestra y enseña a su joven protegido la parte bohemia de Buenos Aires, pero tomando el cuidado de apartarlo de situaciones de peligro. Y la protección surge en directa proporción a la noción que el amante tiene de la vulnerabilidad del otro, de lo mucho que sufre, ha sufrido o va a sufrir: «También dicen que los enamorados se sienten responsables de la persona a quien aman, e incluso vagamente culpables de su pasado, o mejor sería decir del sufrimiento de su pasado. Eso lo he experimentado: a mí me dolía el Michel que no había conocido» (Chirbes). Y ese sentimiento de protección del amante desvalido subsiste incluso más allá de la relación, cuando esta termina:
«Mitko se quedó parado un momento, como perplejo, y una vez más me embargó el dolor por él, viéndolo allí solo en medio de la calle. Siempre había estado solo, pensé, contemplando un mundo en el que nunca había encontrado su lugar y que ahora le mostraba una indiferencia casi total», reflexiona el profesor cuando ve al joven prostituto alejarse por la calle luego de que él lo ha despedido ya de manera definitiva.

Esta compleja dinámica donde el dominio y el sometimiento se corretean y muerden la cola, cambian de lugar, pero siempre están ahí como sustrato del deseo y del amor, esa dinámica particular dista mucho, creo, del manoseado estereotipo del viejo patético que paga por placer y el joven gigoló que se aprovecha y explota al otro. Esta dinámica no es nueva en la literatura que trata de este tipo de relaciones disímiles y ha sido abordada, por ejemplo, con suma sutileza por Mann en Muerte en Venecia, donde el que podría haber sido cazador termina siendo la indefensa presa. Es claro que relaciones basadas sobre esta tensión muy difícilmente pueden prosperar y, salvo el gozoso caso de Cabezón Cámara, en todos los demás casos las relaciones terminan con la desaparición de uno de los amantes. Esta tercera dimensión del amor entre edades diferentes, su fin abrupto, parece ser la manera que los autores han encontrado para dar con el desenlace de relaciones que siendo inestables y explosivas, al mismo tiempo, se muestran resistentes. Tal vez sea la manera en que es posible concluir estas historias sin pasar por narrar la banal manera en que ellas podrían, como cualquier otra, desgastarse y terminar mediante discusiones, peleas o el simple cansancio (y con ello, en el conjunto de cada novela, echar sombra sobre la compleja inestabilidad que las hace posibles). Los finales son así más dramáticos que el simple desgaste del amor: en Paris-Austerlitz es el obrero quien muere, mientras que en Nuestros huesos es el joven prostituto quien cae asesinado. El joven búlgaro de Lo que te pertenece no muere todavía, pero al verlo partir el amante mayor sabe que está condenado por una enfermedad irremediable. En Dark es el extremo poderoso, el dandy maduro, el que sale de escena, aunque no a través de la muerte, sino mediante la prisión. Tal vez sean estos finales que por su dramatismo resultan dignos para enamoramientos intensos y explosivos, relaciones desiguales y complicadas, pero que, a fin de cuentas, nos hablan —parafraseando a la india feliz de Cabezón Cámara— de la volubilidad de los corazones y de la cantidad de apetitos que caben en el cuerpo.

Artículo publicado en el número de Febrero 2019 de la revista Crónicas de la Diversidad. La foto es un detalle de la pintura «La Siesta» o «Escena Pompeyana» de Lawrence Alma Tadem que se encuentra en el Museo El Prado de Madrid.

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