Por César Arenas Ulloa*
I
La primera vez que leí Orlando fue en la universidad, como parte de un seminario dictado por la profesora Yolanda Westphalen que estaba centrado en el examen de la obra de escritoras de varias latitudes y épocas (Juana Inés de la Cruz, Virginia Woolf, Clarice Lispector o Diamela Eltit). De “la Woolf” -como la solíamos llamar los fieles acólitos a las sesiones de los sábados por la mañana-, recuerdo que leímos -en fotocopias que debo haber perdido o regalado hace tiempo- dos novelas: Orlando: Una biografìa (1928) y Las olas (1931); y un ensayo: Una habitación propia (1929).
Hasta ese momento, la única noticia que tenía de esta autora inglesa se debía a mi lectura adolescente de Al faro (1927) -debo confesar que nunca leí La señora Dalloway (1925): un poco por pereza; otro, por esnobismo-, en el que más allá de una novela de artista y un uso magistral del monólogo interior -ambas cosas ya presentes en James Joyce-, no había encontrado nada que dejara adivinar la atracción que, unos años después, despertarían sus textos y su vida sobre mí.
Nadie ignora la historia de su ofeliesco suicidio: Una mujer mayor, de rostro alargado y expresión melancólica -siempre he imaginado esta escena como el final de un corto en blanco y negro protagonizado por Stan Laurel-, se hunde en las aguas agitadas de un río (como lo había hecho, un par de años antes, la poeta uruguaya Alfonsina Storni entre las olas del mar). De la tragedia nos llega apenas un rumor apagado, porque la costa desde la cual observamos el naufragio es lejana y el viento en contra apaga las súplicas de los marineros. Se trata del “espíritu de los tiempos”. El mismo que sopla a favor de los que se sienten a gusto con su época y condición; y que arrastra hacia la incomprensión y el hartazgo a los que no.
En 1942, ese viento “fantasmal” -parafraseando a los Marx y Engels del Manifiesto- empujó al matrimonio judío de los Zweig a tomar dos vasos con veneno para dormir abrazados hasta que la muerte los liberara, desde su exilio brasileño, de un mundo en el que “la labor intelectual” y “la libertad personal” habían dejado de ser los signos de la cultura Occidental. Era el fantasma del fascismo. Uno que amenazó con destruir desde la raíz eso que el filósofo holandés Rob Riemen -en un reciente ensayo que nos advierte de su retorno bajo la forma de las “democracias iliberales”- ha resumido con una cita ciceroniana: “Cultura animi, philosophia est. Sabias palabras, enseñadas al orador romano por Sócrates, y que todo verdadero europeo tiene grabadas en el corazón”.
Creo que a Virginia Woolf -como a la Storni o a los Zweig- este fantasma le apretó muy fuerte el corazón. Tanto, que es notorio el descenso de su producción literaria conforme se hacen sentir los efectos de la Gran Depresión en Europa y asciende el nazismo en Alemania. Después de los frenéticos años veinte, en los que publicó un libro de cuentos, cuatro novelas y dos ensayos; los años treinta y cuarenta fueron menos fecundos para ella. Una especie de spleen había invadido el sistema nervioso de los espíritus más sensibles de entreguerras. En el fondo, cada uno de ellos presentía que un mundo entero estaba llegando irremediablemente a su fin.
Pero antes de que todo esto estuviera por ocurrir, Virginia Woolf aún sabía reír y jugar. Siempre he pensado que la interpretación que hace Nicole Kidman de nuestra autora en la película Las horas (2002), justo en los años anteriores a la publicación de La señora Dalloway, es demasiado severa. La Virginia de Kidman es una persona atormentada y arisca, siempre al borde de un ataque de nervios. Y, más allá de los momentos en los que está sentada escribiendo la novela que la hará célebre, no se puede adivinar en ella al ser humano inquieto y alegre que codirigía la editorial Hogarth Press junto a su esposo (en la que se publicó la primera edición inglesa del poemario Tierra baldía de T. S. Eliot) o que tenía una relación extemporánea -porque el Círculo de Bloomsbury prohibía prudentemente la exclusividad en el amor- con la escritora y jardinière Vita Sackville-West (a quien había conocido en ese annus mirabilis -1922- del modernismo anglosajón al que le debemos tantas obras maravillosas como el Ulises de Joyce).
II
Comencemos con el nombre.
“Orlando”. Germánico, italianización del galo Roland (sí, el mismo de El Cantar…). El que sea de ese país no es casualidad. Italia, en el siglo XVI, era la Arcadia de la guerra -el saqueo de Roma en 1527- y de la poesía -el endecasílabo, la lira, los temas petrarquistas-. También del arte. Desde Leonardo y Rafael -cuyas muertes, en 1517 y 1519, cierran el Alto Renacimiento- hasta Tintoretto -quien, en 1594, se lleva a tumba el mejor Manierismo- se despliega un siglo pleno, como pocos otros ha alumbrado la civilización del Viejo Continente. Un mundo que ha dejado para la posteridad la imagen del artista saturnino y, al mismo tiempo, iracundo; el artista doble por excelencia: Miguel Ángel (y de su versión amable: Tiziano).
Esta oposición entre lo melancólico y lo sanguíneo, entre los espiritual y lo terrenal, entre la idea y la carne, que desgarra el alma del genio creador se hizo muy popular en Italia y, en los siglos sucesivos, en el resto de Europa. Tanto que se terminó por convertir en una metáfora espacial: el Norte y el Sur. La Cristiandad protestante contra la católica, el capitalismo industrializado contra el mercantilismo rural. Por eso, desde el siglo XVII, el europeo septentrional bajó al Mediterráneo a reencontrar su otra mitad perdida, como el Orlando de Woolf que abandona su isla congelada por el calor de Estambul. (No en vano, Goethe puso en la boca de Fausto -cuyo único pecado es intentar volver a unir en su seno la Ciencia y la Pasión- las siguientes palabras: “Dos almas, ¡ay de mí!, imperan en mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que nunca se fatiga, como con garras de acero a lo terreno se aferra; la otra a trascender las nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe”). Pero, si queremos darle algo de crédito a la novela de Virginia -y esa es nuestra intención-, debemos preguntarnos si este oxímoron del hombre llegó, de alguna manera, hasta la corte de Isabel I o no.
Siempre he pensado que Giordano Bruno compuso ese apasionado diálogo, De los heroicos furores (1585) -texto que terminó hacia el final de su estancia en la Inglaterra isabelina- con la imagen de Il Divino en la cabeza. Tampoco podemos olvidar ese poema épico que nunca encontré interesante -hasta que me regalaron la versión en prosa de Italo Calvino: la épica francesa e italiana está, a diferencia de la española, demasiado atiborrada de fantasía y patetismo para mi gusto más bien austero-, escrito por Ludovico Ariosto, el Orlando furioso (1516, primera versión) y que fue traducido al inglés (1591) por John Harington, otro de los leales de la Reina Virgen. Y aunque no encuentro más ejemplos a la mano, creo que estos dos ilustran claramente una forma de penetración. Solo teniendo estos hechos en cuenta puedo explicarme a mí mismo, siguiendo la lógica de ese “espíritu de los tiempos” del que he hablado antes (y que Hegel bautizó como Zeitgeist), la irrupción de William Shakespeare en la escena teatral de fines del siglo XVI. ¿Qué es Hamlet, príncipe de Dinamarca, sino la síntesis de una épistémè, de una manera ya perdida de entender el universo, en el que los extremos se tocan y todo está conectado con todo, como afirmaba acerca del Renacimiento el buen Michel Foucault? ¿No es Orlando, un nuevo Hamlet (o Fausto), hombre y mujer sucesivamente -como las fases de la Luna, las estaciones del año o la pena y la felicidad- digno emblema de este paraíso perdido?
III
Ahora, pasemos a los géneros.
Primero, la literatura. “Una biografía”. ¿Qué significan exactamente estas palabras? Uno podría partir de una definición de diccionario: “1. f. Historia de la vida de una persona”. Si ensayamos una taxonomía, podríamos decir que la biografía -y su hermana menos honesta: la autobiografía- es la especie más popular del subgénero de escritos memorialístico que pertenecen a la cenicienta de los géneros literarios: el ensayo. Sin embargo, el caso de Orlando es particular, porque se trata de una subespecie paradójica: una biografía ficticia. Si decidimos seguir al pie de la letra la definición del Diccionario de la Lengua Española que hemos tomado prestada, estamos ante un imposible teórico. ¡No puede existir relatos de la (¿)vida(?) de seres que no son reales (personajes) que puedan, simultáneamente, ser llamados biografías! Y, a pesar de ello, existen. Orlando es, desde su título, no solo una problema por los sistemas de ideas que pretende hacer coexistir; sino, también, por su propia autocategorización. Un dolor de cabeza conceptual para la racionalidad cartesiana según la cual todo debe ser “claro y distinto”.
Si ponemos en suspenso estas nuestras viejas creencias, y la aceptamos como lo que dice ser -una biografía- otros nuevos problemas emergen de inmediato. En primer lugar, está el problema de la validación. Una biografía basa su pacto de lectura -como los libros de Historia- en la premisa de que la veracidad de los hechos narrados puede ser comprobada mediante su contraste con otros documentos. Y sin embargo, la obra de Woolf no parte de ese supuesto. Como cualquier libro de ficción, es más importante la verosimilitud que la verdad. Si aceptamos ese gongorismo que hemos dado en llamar “biografía ficcional”; ergo, al tratarla como opus imaginarium, estamos en la facultad de olvidarnos por un momento de la verdad -propiedad externa al texto- y de volver nuestros ojos sobre la verosimilitud -propiedad interna-. En ese caso, decir biografía será igual a decir novela. Pero, una vez más, ¿qué tipo de novela? ¿Picaresca y realista como Moll Flanders (1722) de William Dafoe? ¿Gótica y romántica como Cumbres borrascosas (1847) de Emily Brontë? ¿O de aprendizaje y modernista como Retrato de un artista adolescente (1916) de Joyce?
Tengo la impresión de que Orlando se remonta a una tradición mucho más inveterada. Para ello, es necesario resucitar a mi crítico literario favorito -lo que siempre es un placer-, el ruso Mijail Bajtín. En un interesante artículo sobre las formas que adoptan el tiempo y el espacio en la novela (formas que él llama “cronotopos”), Bajtín propone que este género mantuvo, desde la Antigüedad hasta la primera mitad del siglo XVIII, tres tipologías reconocibles: la “novela de aventuras y de la prueba”, la “novela de aventuras costumbrista” y la “biografía y autobiografía antiguas”. Si hemos descartado que Orlando es una biografía -género encomiástico y acartonado para Bajtín-, entonces debe ser -por un razonamiento no tan simple, pero que prefiero no justificar- o una novela de aventuras o una novela costumbrista.
La diferencia entre ambas es bastante sencilla: mientras el tiempo de la primera es cíclico y está apenas determinado -con días, meses o años-, y el espacio es un mero decorado para las peripecias de la pareja protagonista que debe reunirse de nuevo, como en el Dafnis y Cloe (s. II) de Longo -lo que hizo a Voltaire escribir esa versión paródica que es el Cándido (1759)-, para mostrar que siguen siendo iguales que al inicio de la narración (prueba de la identidad); en la segunda, el tiempo es progresivo y el espacio sí afecta a los personajes principales. El único texto completo que ha sobrevivido de este segundo tipo de novela es el Asno de oro (s. II) de Apuleyo. En ella, el cambio del protagonista, Lucio, es doble: exterior y reversible, producto de un encantamiento; interior e irreversible, debido a que sus desventuras lo han puesto en contacto con varios estratos de la sociedad de la época y ha aprendido algo nuevo de sí mismo y del mundo (prueba de la transformación).
Si alguien por la calle o en un café me preguntara en cuál de los dos modelos de novela pongo a Orlando, diría, muy ligero de huesos, que en ninguno. La obra de Woolf es -como la salamandra que puede vivir tanto sobre la tierra como bajo el agua- una novela “de la aventura” cuando el protagonista es capaz de vivir tres siglos sin envejecer más que un par de décadas; y, simultáneamente, una novela “costumbrista” cuando muestra cómo el “espíritu de los tiempos” va paulatinamente cambiando de bando y pasa de jugar a su favor a oponerse a él/ella. El motivo de esta oposición será el tema del siguiente apartado.
IV
Es tiempo de hablar de los otros géneros.
Orlando es una novela sobre la relatividad del tiempo, del espacio y de la identidad de género. Sobre las dos primeras variables, la novelística europea tiene un alfil en la obra de Marcel Proust. En busca del tiempo perdido (1913-1927) es un alegato a favor de que “nuestro corazón tiene la edad de lo que amamos” y del poder de la memoria involuntaria que une lugares y personas que nunca coexistieron en el arca de nuestros recuerdos. Pero el código realista, la autocensura de un hombre temeroso de incomodar a su madre y el respeto por la convenciones de una clases social -la aristocracia- y de una época -la Belle époque– hicieron que Proust no se atreviera más que a retratar a la raza inmortal de los invertidos. En cambio, Virginia, separada de los resquemores continentales por una política de autonomía secular, incluyó esa tercera variable como eje constructor de la fábula; y, con ello, llevó a sus últimas consecuencias el axioma central de la Modernidad, inaugurado por Immanuel Kant unos 140 años antes: el pensamiento crítico.
“Si todo lo sólido se desvanece en el aire” y “todo lo sagrado es profano” (Marx dixit), entonces lo lógico era que las construcciones culturales sobre la masculinidad y la feminidad, entendidas durante mucho tiempo como inclinaciones naturales basadas en la genitalidad o en las convicciones morales de orden religioso, no resistieran la prueba de su revisión histórica. Eso precisamente hace la Woolf con este texto. Más que la historia de una vida, Orlando es la historia de dos ideas: “hombre” y “mujer”. Y de cómo lo que entendemos detrás de esas palabras ha ido variando con el transcurso de los siglos.
Repito: con una pluma que aún sabe jugar, nuestra autora no escribe un ensayo (como el que redactaría un año después, sobre la relación entre la literatura y las mujeres, y que le permitió entender como la división social del trabajo había relegado a las segundas a ser consumidoras de una realidad modelada por los hombres, y que la única forma para revertir esta situación partía de un mínimo pero necesario gesto de independencia: la habitación propia, el pequeño espacio en el que la escritora puede dejar de ser madre o esposa y se convierte en agente productor de ideas: artista, intelectual, política), sino una fábula. La fábula de un ser humano que, poco a poco, es capturado en una prisión por el “espíritu de los tiempos”, un fantasma que va perdiendo la liberalidad y desenfado propios de la corte isabelina y se va enmoheciendo hasta volverse ese vejestorio con olor a naftalina y queso rancio que castró la mente y el cuerpo de las mujeres anglosajonas desde la Era victoriana hasta Mayo de 68.
Lo que pretende hacer Virginia no es esculpir un ejemplo emancipado de mujer para las subordinadas lectoras de los años veinte (propuesta tan cara al enfoque de “imágenes de la mujer” de cierta crítica feminista), tampoco escribir una historia sobre el despertar de la vocación literaria de una persona de su mismo sexo -Orlando se siente poeta, aunque con escaso talento, desde el inicio, y durante la primera mitad de la novela, “sin lugar a dudas”, un He– para mostrarnos un camino de autodescubrimiento y superación (ginocrítica llamó Elaine Showalter a este tipo de acercamiento); no, la Woolf persigue un objetivo tan ambicioso que resulta casi butleirano: 1) plantear que no solo el género, sino la misma idea de sexo es una construcción cultural y 2) que es la performance (los modos de hablar, comportarse, vestirse, moverse y sentir) de un individuo en situaciones específicas (que varían de sociedad en sociedad, de centuria en centuria) los que marcan su inclusión, expulsión o indeterminación de alguno de los puntos de esa larga línea continua que va de lo femenino a lo masculino, de la hembra al macho; y viceversa.
V
Orlando fue dedicado al hijo de Vita, Nigel, con quien estoy de acuerdo en que se trata de una extensa y encantadora “carta de amor”. Al fin y al cabo, como el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha señalado sobre los humanistas (en una aguda “misiva” dirigida a Heidegger como para reafirmar doblemente sus ideas), este grupo no es más que una comunidad epistolar cuyos miembros se enamoran, una y otra vez, unos de otros, atravesando los siglos y los países, las lenguas y las costumbres, por medio de la lectura, de amantes muchas veces muertos ya, pero que nos empujan desde ultratumba a que lancemos otra botella al mar, otro libro a los estantes de las bibliotecas, para declarar que una vez descubrimos, en las palabras de otro, el amor. Tal vez, nosotros también un día nos animemos a encender de calor un pecho ajeno, como lo hizo, con el nuestro, Virginia Woolf.
*Licenciado en Literatura por la UNMSM y con estudios de Historia del Arte en la PUCP. Ha trabajado como profesor en la UPC, UARM y UTP. Ha publicado artículos sobre poesía y teatro peruanos en diversas revistas especializadas. En la actualidad, combina su labor docente con el dictado de talleres sobre crítica teatral.
Artículo recibido el 16 de abril del 2019