Por Juan José Beteta Herrera
“Retablo”, opera prima del director Álvaro Delgado-Aparicio, cuenta una historia de homofobia en una zona rural de Ayacucho, ejemplificando lo cruel que puede ser esa forma de discriminación en la cultura tradicional andina; pero también que los dilemas y sentimientos mostrados en el filme podrían vivirlos personas de cualquier cultura. Ello debido a que la cinta se focaliza en mostrar las distintas emociones que bullen en los personajes y que apelan a similares sensaciones en el público; y lo hace con sutileza y recursos cinematográficos sobresalientes.
Es una agradable sorpresa la producción casi simultánea de dos películas excelentes de ámbito regional en el Perú y habladas en lenguas distintas al castellano: la puneña “Wiñaypacha”, en aymara y la que comentamos, la ayacuchana “Retablo”, en quechua. Ambas plantean situaciones de discriminación en poblaciones vulnerables (una por razones de edad, otra por orientación sexual), suceden en ámbitos rurales y contextos de pobreza (extrema, en el caso de la cinta puneña), incluyen como asunto dramático el amor filial mediante la relación entre padres e hijo, tienen argumentos acotados y tristes (más desarrollado el de “Retablo”) y obtienen logros artísticos relevantes con gran economía de medios (aunque los críticos quizás prefiramos “Wiñaypacha” por sus referencias estilísticas a la tradición cinematográfica). Pero, sobre todo, ambas son obras conmovedoras y que llegan directamente al corazón de los espectadores; la puneña de manera más distanciada y conectada al mito, mientras que la ayacuchana de forma un poco más directa, aunque sutil y con un enfoque crítico.
Desde el punto de vista audiovisual, “Retablo” exhibe un equilibrio exacto entre sus necesidades narrativas y los recursos cinematográficos utilizados, empezando por un acabado técnico impecable. La historia se cuenta, antes que por la palabra, a través de las imágenes, muchas de las cuales son altamente significativas, desde las primeras; mientras que los silencios, lo no dicho ni mostrado, resulta también muy significativo.
El director evita el plano y contraplano, y prefiere los planos frontales y laterales para mostrar juntos a los protagonistas principales: el retablista Noé (Amiel Cayo) y su hijo adolescente Segundo (Junior Béjar Roca); pero también a otros personajes del entorno familiar –especialmente Anatolia (Magaly Solier), la madre de Segundo–, amical (grupo de pares de Segundo) y sociocultural ayacuchano. Esta tendencia a “encerrar” a los personajes en el encuadre busca apoyar el estatismo que subyace en las prácticas culturales que prevalecen en la zona y que la película muestra. Aunque esto se compensa con los planos de conjunto –más abiertos– y los movimientos de cámara que acompañan las festividades y otras actividades sociales. Hay también un uso del paisaje natural (mucho más acotado que en “Wiñaypacha”) pero orientado a enfatizar el relativo aislamiento geográfico y la soledad en la que (sobre todo uno de) los personajes deben padecer tremendos dilemas internos y resolverlos.
La película muestra a padre e hijo en sus labores artesanales y los recorridos que hacen para entregar sus productos en la ciudad y, principalmente, a clientes de las zonas rurales vecinas. En esos recorridos vemos episodios “típicos” de la serranía: las festividades regadas de abundante alcohol, la acción de las rondas campesinas para detener y azotar a abigeos, las peleas a chicotazos entre varones; es decir, episodios que asociamos a estos entornos rurales y que incluso aparecen en los noticieros de televisión como prácticas peculiares, aunque normalizadas. Pero además, aparecen episodios que recordamos de nuestra juventud, como los partidos de fulbito con alguna “mechadera”, las numerosas conversaciones sobre cómo conquistar a mujeres, las bromas entre pares a costa de la homosexualidad (siempre asumida como supuesta); todo ello con los códigos y lenguaje “típicos”, propios aparentemente de la edad. Sin embargo, todos estos elementos, que en una primera parte de la película son mostrados como “normales” de pronto adquieren luego, en una segunda parte, un sentido muy distinto: nos ofrecen la imagen de un entorno amenazante, signado por la violencia. Esto se desarrolla –de manera silenciosa, aunque evidente– durante el conflicto interno que corroe a uno de los protagonistas. Aquí se expresa toda la tensión con la que el machismo circundante agobia y aplasta a los personajes; y que se liberará a partir de los conflictos externos, físicos, en esta y en la tercera parte de la película.
Contra este escenario de violencia represiva se levanta el afecto filial que se contrapone a la intolerancia absoluta hacia la homosexualidad. Esta es considerada como lo abyecto e insoportable, al punto que el jefe de la ronda reivindica la época del terrorismo, en que el castigo a los homosexuales era el exterminio y la muerte. A través de esta contraposición, la película evidencia cómo la homofobia destruye todo posible rasgo de humanidad y respeto por la vida de quienes aparecen como transgresores de un orden machista; la que no se detiene en la víctima sino que se extiende hacia todo el núcleo familiar, desarticulándolo. Lo que emociona y destaca en esta obra es la fuerza de los sentimientos, de lo propiamente humano ante la barbarie.
En este sentido, estamos ante una cinta provocadora, que no teme visibilizar (o evidenciar) cómo ciertas prácticas culturales que se consideran “normales” o hasta pintorescas, en realidad son manifestaciones de una sociedad regida por la violencia machista. La obra da un giro a estas prácticas “tradicionales” y devela cómo el castigo “cultural” del azotamiento o linchamiento por los ronderos en realidad es tortura, que los tragos en las festividades familiares son –en muchos casos– alcoholismo, que las formas de probarse la “hombría” incluyen el beber descontroladamente, pelear por algo tan irrelevante como un juego (el fútbol), considerar como derecho masculino el tomar por la fuerza a las mujeres (o sea, violarlas), apalear –y hasta matar– a los “cabros” o a los que (por extensión) son percibidos como tales (aunque no lo sean). De hecho, el “club de la pelea” andino a chicotazos que muestra el filme es –hasta donde conozco– una rutina anual, una especie de ritual por el cual se buscaría resolver ofensas reales (o supuestas) entre los participantes, y una prueba cuasi obligatoria para ser hombre (aunque esta práctica también se ha extendido hacia grupos de mujeres). Todo este combo de prácticas “culturales” no son otra cosa que expresiones autoritarias de una sociedad machista y patriarcal, que se evidencian ante el surgimiento de manifestaciones o comportamientos diferentes, como la homosexualidad.
Esto es lo que sopesan en su fuero interno –como conflicto interno– los protagonistas de esta obra. Es interesante, en esa línea, que el amor filial se mantenga pese a todo lo que implica el transgredir el orden patriarcal. Supone reconocer que por encima de una transgresión tan fuerte en este contexto social están los sentimientos humanos básicos (afecto, amor, tolerancia, solidaridad) y que son estos los que finalmente importan. Aquí se vislumbra un proyecto de sociedad y de vida basados en el respeto por el otro. Y, aunque la película no lo explicite, se promueven relaciones sociales pacíficas y colaborativas a partir del cuestionamiento implícito a conductas de violencia social gratuitas e innecesarias. Hay una crítica –también implícita– a prácticas culturales inaceptables como la tortura, la violencia contra la mujer y obviamente la homofobia.
Es interesante constatar que la fuerza de “Retablo” estriba en la mostración de actitudes, conductas y actos, antes que un debate conceptual. Lo que se contrapone son sentimientos de afecto y respeto mutuo a prácticas violentas y destructivas. Al mismo tiempo, presenta la violencia homofóbica como una continuidad (agravada) de una violencia pre existente en un escenario social sin homosexualidad. De otro lado, los aspectos de crítica implícita –no enunciadas ni visualizadas, pero sí sugeridas– a estas prácticas culturales, junto con la presencia inocua de la Iglesia, constituyen una apelación a la reflexión del público. De esa forma, lo no dicho deviene en un espacio para el cuestionamiento de emociones negativas de grave discriminación y para el reclamo por los derechos humanos de las víctimas de la homofobia.
Lo que soporta este componente de amor filial y da título al filme es justamente el retablo ayacuchano; o, más precisamente, la artesanía que los produce. Desde el comienzo, vemos que los retablos dejan testimonio de los hitos de la vida y celebraciones familiares, las festividades religiosas y culturales del ande, y también cuentan historias. Pero Delgado-Aparicio va más allá y asocia visualmente las escenas de los retablos con los eventos sociales y personales de los protagonistas. Así, hay tomas en las que la cámara asume el punto de vista del retablo y vemos desde allí a Noé abrir o cerrar sus puertas; de igual forma que en el desenlace vemos –desde dentro del taller del retablista (o sea, como si estuviéramos “dentro” de un retablo)– a uno de los protagonistas cerrar las puertas del taller. Y lo mismo ocurre con la posición de la cámara (y el punto de vista) en la escena final entre padre e hijo. En consecuencia, hay una relación entre retablo y vida, en la que el relato de las vicisitudes de los retablistas –padre e hijo– es, a la vez, tanto el subtexto de los episodios que los artesanos colocan dentro de sus piezas como la zona de intersección (artística) entre su oficio y su relación filial.
Al igual que “Wiñaypacha”, el filme que comentamos es claro y sencillo, pese a la sutileza con que va preparando y luego desarrollando su anécdota básica, como una evolución en forma circular. Su fotografía es excelente y trasunta una belleza apoyada en el realismo, sin caer en el esteticismo ni el pintoresquismo. Hay imágenes que se quedan en la memoria, como las que mencioné en el párrafo anterior, pero también otras, como la inicial (con Noé tapando los ojos de su hijo ante una familia que luego aparecerán represebtadas en un retablo) o como la de Segundo en esa especie de cueva a contraluz del paisaje ayacuchano, como si estuviera en una “boca del lobo”, o su pelea final cuando se enfrenta a sus pares en la cancha de fútbol. Asimismo, el machismo no se presenta de modo esquemático ni del todo explícito; por ejemplo, la actitud hacia la mujer se expresa verbalmente y en el plano de las actitudes o deseos, pero nunca ocurre físicamente. Incluso, una escena central muestra a uno de los protagonistas, dubitativo, rechazar la posibilidad que se le ofrecía de cometer una violación. Nuevamente, lo no dicho ni mostrado, pero sí sentido (o pensado por el personaje) y sugerido (al espectador) resulta más intenso que si estos factores se hubieran enunciado o razonado de manera conceptual o a través de algún discurso a manera de moraleja.
Por otra parte, las actuaciones están muy logradas (y no solo la de Solier); destaca, sin duda el trabajo de Junior Béjar y Amiel Cayo, quienes nos entregan roles caracterizados por la autenticidad, la contención y autocontrol emocionales, pero también la ira (Béjar); todo ejecutado en la medida exacta para mantener ese equilibrio de todos los componentes audiovisuales de la película. Lo mismo que los roles secundarios del mejor amigo de Segundo así como los del grupo de pares, tan importante para estructurar el contexto de una sociedad patriarcal cuyo autoritarismo y violencia pueden proyectarse al mundo urbano. En este rubro, el de las actuaciones, “Retablo” supera a “Wiñaypacha”. Debe sumarse a ello una notable producción artística y una música apropiada y correctamente utilizada para dar mayor calidad cinematográfica a esta obra.
En suma, esta película –como su par puneña– es una pequeña gema artística que ofrece una mirada crítica (aunque no tan radical como la de Claudia Llosa en “Madeinusa”) de aspectos negativos en la cultura tradicional andina. Muestra un fenómeno relativamente invisibilizado y exhibe actitudes, conductas y actos que restringen la libertad y violentan los derechos humanos básicos de la población LGTBI. El tratamiento de esta problemática es sutil, en el sentido que evita el tono lacrimógeno, el miserabilismo y el desborde emotivo; pero también claro, desafiante y circunscrito a un planteamiento dramático que conmueve lo suficiente para entender cómo enfrentar el problema. Una película bella y relevante en el contexto actual, altamente recomendable.