Por Esther Vargas. Artículo publicado en la página antigua de Crónicas de la Diversidad en enero del año 2015
Yo no conocí el clóset. Desde los 17 años me hice cargo de mis sentimientos y deseos, y fue justamente cuando me encontré a mí misma, cuando descubrí que esa cercanía con aquella muchacha del trabajo era amor. Recuerdo la escena como si fuera ayer: ella y yo, en mi cama, en la casa de mi madre. Llegamos un poco ebrias a dormir, luego de una fiesta con amigos del canal, donde hacía mis prácticas profesionales. De pronto, ella y yo nos sentimos en la oscuridad, y nos besamos hasta tener las bocas hinchadas y unas ganas que, como buenas primerizas, no sabíamos bien de qué forma seguir. Es decir, sabíamos, pero la torpeza y el temor a lo nuevo nos paralizó. Por la mañana, el sol entró por mi ventana. No, no es una cursilería. No es una canción. Yo vivía en una casona vieja de Chorrillos. Mi habitación tenía una gran ventana en el techo, y ese amanecer yo vi el sol, y vi mi destino.
Marqué a mi novio y le dije: “Tenemos que terminar”. APS. Sí, un adiós para siempre, como dirían los chicos hoy.
Tengo 40 años, soy lesbiana y puedo decir, con mucho orgullo, que no haber conocido el clóset ha sido una de las grandes cosas que me han pasado en la vida.
Nunca me tuve que inventar un novio. Mi madre se enteró de manera casual: dejé la puerta de mi cuarto medio abierta, y ello puso los ojos allí, como toda madre curiosa. Creo que vio un beso o un abrazo. Sentí el golpe de la puerta, me puse de pie y fui a buscarla. Me miró espantada. Y yo le dije, con esa frescura cruel que a veces tengo, algo muy simple: “No te gustaba mi novio. Te hice caso. Ahora tengo novia”. Mi madre se fue a cualquier parte. Sé que le dolió. Y sé que mi frase fue de una manera responsabilizarla de mi decisión. Un absurdo, sin duda. Las semanas siguientes ella seguía mirándome como una rareza de la naturaleza. Yo comencé a volantear debajo de la puerta de su cuarto papelitos que explicaban que la homosexualidad no era una enfermedad. Lo hice con tal frenesí que un día mi mamá tenía la mirada más amable hacia mí.
Cierta tarde, mi abuelo -su padre- me confrontó y me dijo enferma, machona, ahombrada y una serie de palabras horribles. Mi madre salió a defenderme de ese ogro homofóbico que vivía en aquella casa. Muy claro le refutó: “Mi hija no es ninguna enferma”. Pasamos por un episodio de violencia. Al poco tiempo, yo me largue de esa casa, de la cual guardo buenos y malos recuerdos, casa donde todavía vive mi madre y donde vivió la mujer que más quise, mi tía Hilda, la primera de la familia en aceptar que yo era lesbiana. Hilda (de corazón realmente inmenso, según los médicos que la atendieron hasta su muerte) susurró: “Eres una lesbiana que estudia”. Y estudié, y acabé la carrera, y cuando eso pasó, Hilda ya no estaba, pero yo le cumplí. A Hilda le heredé ese amor por los gatos y esa fuerza para hacer lo que me daba la gana siempre que tuviera la cara de decir: “Yo me mantengo, yo me cuido, yo hago lo que quiero”. Por eso, trabajé desde los 16 y medio. Para pagarme la vida que quería, que a los 16 y medio se resumía en cervezas, cigarros, ropa y libros. Nunca me alcanzaba el dinero, obvio. A los 20 era cervezas, cigarro, ropa, libros y conquistas. Tampoco llegaba a fin de mes.
Ser lesbiana en el Perú no es fácil. Yo soy de las afortunadas. He cumplido buena parte de mis sueños. Trabajo en lo que me gusta (y también en lo que no me gusta), y puedo pagar mis caprichos y correr con las cuentas de mi pequeña familia que incluye dos perros y tres gatos, todos adoptados.
No estar en el clóset me ha dado libertad para tomar decisiones importantes y, sobre todo, la alegría para poder reunirme en casa con mi madre y mi compañera, mis hermanos, el esposo de mi madre, el hijo de mi pareja, su padre y su esposa, sus hijos, la novia del hijo de mi pareja, y así hasta armar un grupo numeroso de personas que acepta la vida que tenemos.
No vamos con mentiras. No somos las mejores amigas, las tías solteronas que van de arriba a abajo. Somos una pareja, nos queremos, nos peleamos, y todo hace indicar, que después de veinte años, de idas y venidas, nuestras vidas van por el mismo camino. Milagros es mi compañera y nunca la he presentado como mi prima.
En el clóset está la ropa de las mentiras. Y una vida de mentiras no es vida. O es un remedo de vida. Estar fuera del clóset o nunca haber estado dentro de él no me hace una persona feliz necesariamente. De hecho, que algunos me comparen con Grumpy Cat refleja bien mi estado de ánimo, pero haciendo cuentas reafirmo que el clóset es un lugar frío y doloroso. Lo digo por experiencia, porque muchas de las personas que he conocido hasta hoy no son libres plenamente. Y tienen sus razones, las cuales respeto: “Mi madre no lo soportaría y ya está mayor, me han dicho”. También argumentan cosas como “tengo un gran trabajo y no pienso perderlo por eso”. O algo como “decir que soy lesbiana hará que todos me señalen en el trabajo”.
El Perú es un país que discrimina, a veces de manera sutil, a veces de manera brutal. Yo conocí el rostro de la discriminación en 2008 cuando la Universidad Particular San Martín de Porres me informó que no era la profesora ideal para sus alumnos por mi orientación sexual. No sé si lo he comentado, pero aunque salí a los medios a denunciar y defenderme, por dentro lloré amargamente, y me costó un año entender que un par de señoras podía haber llegado a ofenderme tanto con sus estúpidas palabras. Me costó un año aceptar que había perdido el trabajo que me gustaba, y que ninguna universidad me quería contratar por ser ‘conocida’ por ese detalle. Claro, no me lo dijeron. Pero lo supe. Hoy trabajo en muchos sitios. Soy docente. Y saben bien lo que soy y lo que quiero, y lo que defiendo.
No me ha vuelto a pasar algo semejante, pero como anécdota diré que yo iba a dictar un curso de periodismo digital en una universidad, y cuando expresé mi apoyo a la Unión Civil Ya, me llamaron para decirme que no había salones disponibles, que me llamaban pronto. El coordinador de esa actividad era un entusiasta defensor de las Familias Reales. (Gracias Facebook por avisarme que debía de dejar de esperar esa llamada).
Las lesbianas en el Perú sufren todavía discriminación, ataques verbales y físicos (una mujer en la selva peruana fue atacada a machetazos por el hermano de su pareja, y amenazas constantes, una joven en Arequipa fue advertida por su hermana de la manera más cruel: o cambias o te cambiamos. La ‘conversión’ puede ser desde la más absurda terapia hasta la más horrenda violación). Escribo, entonces, desde una zona de confort, la cual me ha permitido cumplir otro sueño: crear un medio digital LGBTIQ. Se llama Sin Etiquetas, y de la mano de Esteban Marchand, mi exalumno y ahora socio, busca dar visibilidad a los problemas y conquistas de la comunidad de la cual soy parte.
No sé si el 2015 sea favorable para la comunidad LGBTIQ. Lo que sí sé es que muchos y muchas ya no nos vamos a quedar callados, y en el clóset va quedando poca gente.